martes, 31 de mayo de 2016
lunes, 30 de mayo de 2016
viernes, 27 de mayo de 2016
Texto Pablo Neruda: «Tu risa» (Los versos del capitán)
Texto Octavio Paz 2: «Más allá del amor»
Todo nos amenaza:
el tiempo, que en vivientes fragmentos divide
al que fui
del que seré,
como el machete a la culebra;
la conciencia, la transparencia traspasada,
la mirada ciega de mirarse mirar;
las palabras, guantes grises, polvo mental sobre
la yerba,
el agua, la piel;
nuestros nombres, que entre tú y yo se levantan,
murallas de vacío que ninguna trompeta derrumba.
Ni el sueño y su pueblo de imágenes rotas,
ni el delirio y su espuma profética,
ni el amor con sus dientes y uñas nos bastan.
Más allá de nosotros,
en las fronteras del ser y el estar,
una vida más vida nos reclama.
Afuera la noche respira, se extiende,
llena de grandes hojas calientes,
de espejos que combaten:
frutos, garras, ojos, follajes,
espaldas que relucen,
cuerpos que se abren paso entre otros cuerpos.
Tiéndete aquí a la orilla de tanta espuma,
de tanta vida que se ignora y se entrega:
tú también perteneces a la noche.
Extiéndete, blancura que respira,
late, oh estrella repartida,
copa,
pan que inclinas la balanza del lado de la
aurora,
pausa de sangre entre este tiempo y otro sin
medida.
Texto Octavio Paz 1: «La rama»
Canta en la punta del pino
un pájaro detenido,
trémulo, sobre su trino.
Se yergue, flecha, en la rama,
se desvanece entre alas
y en música se derrama.
El pájaro es una astilla
que canta y se quema viva
en una nota amarilla.
Alzo los ojos: no hay nada.
Silencio sobre la rama,
sobre la rama quebrada.
un pájaro detenido,
trémulo, sobre su trino.
Se yergue, flecha, en la rama,
se desvanece entre alas
y en música se derrama.
El pájaro es una astilla
que canta y se quema viva
en una nota amarilla.
Alzo los ojos: no hay nada.
Silencio sobre la rama,
sobre la rama quebrada.
Texto Miguel Ángel Asturias 2: Fragmento de «Guatemala» (Leyendas de Guatemala)
La carreta llega al pueblo rodando un paso
hoy y otro mañana. En el apeadero, donde se encuentran la calle y el camino,
está la primera tienda. Sus dueños son viejos, tienen güegüecho , han visto
espantos, andarines y aparecidos, cuentan milagros y cierran la puerta cuando
pasan los húngaros: esos que roban niños, comen caballo, hablan con el diablo y
huyen de Dios. La calle se hunde como la hoja de una espada quebrada en el puño
de la plaza. La plaza no es grande. La estrecha el marco de sus portales
viejos, muy nobles y muy viejos. Las familias principales viven en ella y en
las calles contiguas, tienen amistad con el obispo y el alcalde y no se
relacionan con los artesanos, salvo, el día del apóstol Santiago, cuando, por
sabido se calla, las señoritas sirven el chocolate de los pobres en el Palacio
Episcopal.
Texto Miguel Ángel Asturias 1: «Leyenda del tesoro del lugar florido» (Leyendas de Guatemala)
Se iba apagando el día entre las piedras
húmedas de la ciudad, a sorbos, como se consume el fuego en la ceniza. Cielo de
cáscara de naranja, la sangre de las pitahayas goteaba entre las nubes, a veces
coloreadas de rojo y a veces rubias como el pelo del maíz o el cuero de los
pumas. En lo alto del templo, un vigilante vio pasar una nube a ras del lago,
casi besando el agua, y posarse a los pies del volcán. La nube se detuvo, y tan
pronto como el sacerdote la vio cerrar los ojos, sin recogerse el manto, que arrastraba
a lo largo de las escaleras, bajó al templo gritando que la guerra había concluido.
Dejaba caer los brazos, como un pájaro las alas, al escapar el grito de sus labios,
alzándolos de nuevo a cada grito. En el atrio, hacia Poniente, el sol puso en
sus barbas, como en las piedras de la ciudad, un poco de algo que moría...
Texto Juan Ramón Jiménez: Fragmento de Platero y yo
Es
muy célebre el primer párrafo de Platero y yo:
Platero
es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón,
que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual
dos escarabajos de cristal negro. Lo dejo suelto y se va al prado y acaricia
tibiamente, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo
llamo dulcemente: ¿Platero?, y viene a mí con un trotecillo alegre, que parece
que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
Texto Vicente Aleixandre 2: Fragmento de Sombra del Paraíso
Para ti, que
conoces cómo la piedra canta,
y cuya delicada pupila sabe ya del peso de una montaña sobre un ojo dulce,
y cómo el resonante clamor de los bosques se aduerme suave un día en nuestras
venas;
para ti, poeta, que sentiste en tu aliento
la embestida brutal de las aves celestes,
y en cuyas palabras tan pronto vuelan las poderosas alas de las águilas
como se ve brillar el lomo de los calientes peces sin sonido:
oye este libro que a tus manos envío
con ademán de selva,
pero donde de repente una gota fresquísima de rocío brilla sobre una rosa,
o se ve batir el deseo del mundo,
la tristeza que como párpado doloroso
cierra el poniente y oculta el sol como una lágrima oscurecida,
mientras la inmensa frente fatigada
siente un beso sin luz, un beso largo,
unas palabras mudas que habla el mundo finando.
Sí, poeta: el amor y el dolor son tu reino.
Carne mortal la tuya, que, arrebatada por el espíritu,
arde en la noche o se eleva en el mediodía poderoso,
inmensa lengua profética que lamiendo los cielos
ilumina palabras que dan muerte a los hombres.
La juventud de tu corazón no es una playa
donde la mar embiste con sus espumas rotas,
dientes de amor que mordiendo los bordes de la tierra,
braman dulce a los seres.
No es ese rayo velador que súbitamente te amenaza,
iluminando un instante tu frente desnuda,
para hundirse en tus ojos e incendiarte, abrasando
los espacios con tu vida que de amor se consume.
No. Esa luz que en el mundo
no es ceniza última,
luz que nunca se abate como polvo en los labios,
eres tú, poeta, cuya mano y no luna
yo vi en los cielos una noche brillando.
Un pecho robusto que reposa atravesado por el mar
respira como la inmensa marea celeste
y abre sus brazos yacentes y toca, acaricia
los extremosa límites de la tierra.
¿Entonces?
Sí, poeta; arroja este libro que pretende encerrar en sus páginas un destello del
sol,
y mira a la luz cara a cara, apoyada la cabeza en la roca,
mientras tus pies remotísimos sienten el beso postrero del poniente
y tus manos alzadas tocan dulce la luna,
y tu cabellera colgante deja estela en los astros.
y cuya delicada pupila sabe ya del peso de una montaña sobre un ojo dulce,
y cómo el resonante clamor de los bosques se aduerme suave un día en nuestras
venas;
para ti, poeta, que sentiste en tu aliento
la embestida brutal de las aves celestes,
y en cuyas palabras tan pronto vuelan las poderosas alas de las águilas
como se ve brillar el lomo de los calientes peces sin sonido:
oye este libro que a tus manos envío
con ademán de selva,
pero donde de repente una gota fresquísima de rocío brilla sobre una rosa,
o se ve batir el deseo del mundo,
la tristeza que como párpado doloroso
cierra el poniente y oculta el sol como una lágrima oscurecida,
mientras la inmensa frente fatigada
siente un beso sin luz, un beso largo,
unas palabras mudas que habla el mundo finando.
Sí, poeta: el amor y el dolor son tu reino.
Carne mortal la tuya, que, arrebatada por el espíritu,
arde en la noche o se eleva en el mediodía poderoso,
inmensa lengua profética que lamiendo los cielos
ilumina palabras que dan muerte a los hombres.
La juventud de tu corazón no es una playa
donde la mar embiste con sus espumas rotas,
dientes de amor que mordiendo los bordes de la tierra,
braman dulce a los seres.
No es ese rayo velador que súbitamente te amenaza,
iluminando un instante tu frente desnuda,
para hundirse en tus ojos e incendiarte, abrasando
los espacios con tu vida que de amor se consume.
No. Esa luz que en el mundo
no es ceniza última,
luz que nunca se abate como polvo en los labios,
eres tú, poeta, cuya mano y no luna
yo vi en los cielos una noche brillando.
Un pecho robusto que reposa atravesado por el mar
respira como la inmensa marea celeste
y abre sus brazos yacentes y toca, acaricia
los extremosa límites de la tierra.
¿Entonces?
Sí, poeta; arroja este libro que pretende encerrar en sus páginas un destello del
sol,
y mira a la luz cara a cara, apoyada la cabeza en la roca,
mientras tus pies remotísimos sienten el beso postrero del poniente
y tus manos alzadas tocan dulce la luna,
y tu cabellera colgante deja estela en los astros.
Texto Vicente Aleixandre 1. Fragmento de La destrucción o el amor
Yo te he
querido como nunca.
Eras
azul como noche que acaba,
eras
la impenetrable caparazón del galápago
que
se oculta bajo la roca de la amorosa llegada de la luz.
Cuerpo
feliz que fluye entre mis manos,
rostro
amado donde contemplo el mundo,
donde
graciosos pájaros se copian fugitivos,
volando
a la región donde nada se olvida.
Mirar
tu cuerpo sin más luz que la tuya,
que
esa cercana música que concierta a las aves,
a
las aguas, al bosque, a ese ligado latido
de
este mundo absoluto que siento ahora en los labios.
Dime
pronto el secreto de tu existencia;
quiero
saber por qué la piedra no es pluma,
ni
el corazón un árbol delicado.
Yo
no quiero leer en los libros una verdad que poco a poco sube como un agua,
renuncio
a ese espejo que dondequiera las montañas ofrecen,
pelada
roca donde se refleja mi frente
cruzada
por unos pájaros cuyo sentido ignoro.
Amando.
Se querían como la luna lúcida,
como
ese mar redondo que se aplica a ese rostro,
dulce
eclipse de agua, mejilla oscurecida,
donde
los peces rojos van y vienen sin música.
Texto Jacinto Benavente: Fragmento final de La malquerida
JULIANA: ¡Jesús! ¡Raimunda! ¡Hija!
RUBIO: ¿Qué ha hecho
usted, qué ha hecho usted?
UNO: ¡Matarle!
ESTEBAN: ¡Matarme si queréis, no me defiendo!
BERNABÉ: ¡No; entregarle vivo a la Justicia!
JULIANA: ¡Ese hombre ha sío, ese mal hombre! ¡Raimunda! ¡La
ha matao! ¡Raimunda! ¿No me oyes?
RAIMUNDA: ¡Sí, Juliana, sí! ¡No quisiea morir sin confesión!
¡Y me muero! ¡Mía cuánta sangre! Pero ¡no importa! ¡Ha sío por mi hija! ¡Mi
hija!
JULIANA: ¡Acacia! ¿Ande estás?
ACACIA: ¡Madre, madre!
RAIMUNDA: ¡Ah! ¡Menos mal, que creí que aún fuea por él por
quien llorases!
ACACIA: ¡No, madre, no! ¡Usted es mi madre!
JULIANA: ¡Se muere, se muere! ¡Raimunda, hija!
ACACIA: ¡Madre, madre mía!
RAIMUNDA: ¡Ese hombre ya no podrá náa contra ti! ¡Estás
salva! ¡Bendita esta sangre que salva, como la sangre de Nuestro Señor!
Texto Mario Vargas Llosa 2: Fragmento de La tía Julia y el escribidor
"Era una de
esas soleadas mañanas de la primavera limeña, en que los geranios amanecen más
arrebatados, las rosas más fragantes y las buganvillas más crespas, cuando un
famoso galeno de la ciudad, el doctor Alberto de Quinteros –frente ancha, nariz
aguileña, mirada penetrante, rectitud y bondad en el espíritu– abrió los ojos y
se desperezó en su espaciosa residencia de San Isidro. Vio, a través de los
visillos, el sol dorando el césped del cuidado jardín que encarcelaban vallas
de crotos, la limpieza del cielo, la alegría de las flores, y sintió esa
sensación bienhechora que dan ocho horas de sueño reparador y la conciencia
tranquila.
Era sábado y, a menos de alguna complicación de último momento con la señora de los trillizos, no iría a la clínica y podría dedicar la mañana a hacer un poco de ejercicio y a tomar una sauna antes del matrimonio de Elianita. Su esposa y su hija se hallaban en Europa, cultivando su espíritu y renovando su vestuario, y no regresarían antes de un mes. Otro, con sus medios de fortuna y su apostura –sus cabellos nevados en las sienes y su porte distinguido, así como su elegancia de maneras, despertaban miradas de codicia incluso en señoras incorruptibles–, hubiera aprovechado la momentánea soltería para echar algunas canas al aire. Pero Alberto de Quinteros era un hombre al que ni el juego, ni las faldas ni el alcohol atraían más de lo debido, y entre sus conocidos –que eran legión– circulaba este apotegma: "Sus vicios son la ciencia, su familia y la gimnasia".
Era sábado y, a menos de alguna complicación de último momento con la señora de los trillizos, no iría a la clínica y podría dedicar la mañana a hacer un poco de ejercicio y a tomar una sauna antes del matrimonio de Elianita. Su esposa y su hija se hallaban en Europa, cultivando su espíritu y renovando su vestuario, y no regresarían antes de un mes. Otro, con sus medios de fortuna y su apostura –sus cabellos nevados en las sienes y su porte distinguido, así como su elegancia de maneras, despertaban miradas de codicia incluso en señoras incorruptibles–, hubiera aprovechado la momentánea soltería para echar algunas canas al aire. Pero Alberto de Quinteros era un hombre al que ni el juego, ni las faldas ni el alcohol atraían más de lo debido, y entre sus conocidos –que eran legión– circulaba este apotegma: "Sus vicios son la ciencia, su familia y la gimnasia".
Texto Mario Vargas Llosa 1: Fragmento de La ciudad y los perros
"Cava sintió frío. Los baños estaban al fondo de las
cuadras, separados de ellas por una delgada puerta de madera, y no tenían
ventanas. En años anteriores, el invierno sólo llegaba al dormitorio de los
cadetes, colándose por los vidrios rotos y las rendijas; pero este año era
agresivo y casi ningún rincón del colegio se libraba del viento, que, en las
noches, conseguía penetrar hasta en los baños, disipar la hediondez acumulada
durante el día y destruir su atmósfera tibia. Pero Cava había nacido y vivido
en la sierra, estaba acostumbrado al invierno: era el miedo lo que erizaba su
piel. "
Texto Camilo José Cela 2: Fragmento de Viaje a la Alcarria
Aquél que se muestre respetuoso con la multiplicidad de la
naturaleza, recibirá de ésta la gracia de su variado lenguaje" William
Cüllen Bryant.
Al mediodía los amigos
entran en Cifuentes, un pueblo hermoso, alegre, con mucha agua, con mujeres de
ojos negros y profundos, con comercios bien surtidos que venden camas
niqueladas, juegos de licorera y seis copas con bandeja de espejo, y cromos
saludables, gozosos, de cien colores, que representan La Sagrada Cena o un
molino del Tirol rodeado de altas cumbres nevadas.
Atrás se ha quedado el cerro
de la Horca, un altozano que termina en una meseta lisa como un plato. Según le
explican al viajero, antiguamente; cuando para entretener a las gentes
sencillas, que lo que piden es un poco de sangre, aún no se habían inventado
las corridas de toros, se usaba la mesetilla del cerro de la Horca para
ajusticiar a los condenados a muerte. El viajero piensa que el sitio no está
mal elegido; sin duda alguna el cerro de la Horca tiene una hermosa
perspectiva. El viajero piensa también que es lástima que en el cerro de la
Horca no se levante la fiera silueta del rollo; hubiera hecho muy hermoso.
A la entrada del pueblo,
cerca del río, está la albardería del Rata, un taller pequeño, abigarrado,
lleno de encanto; un taller medieval, optimista y abierto a todos los vientos
como un mercado. El Rata se llama Félix Marco Laina. El Rata es un hombre de
talento, un hombre que supo aprovechar un apodo, exprimirlo como un limón. En
su tienda, rodeado de bastas, de enjalmas y de aceruelos, el Rata es un cónsul
de la Alcarria y su casa un registro general del ir y venir de las gentes. Las
gentes, tarde o temprano, siempre acaban pasando por la albardería del Rata en
busca de una cincha o un lomillo, detrás de un ataharre, en pos de un debajero
o una cangalla.
El viajero regala una carona
de almohadilla al burro Gorrión, y el burro Gorrión mueve el rabo, nervioso
como un niño, mientras lo visten.
Los amigos tiran por la
vega, en sentido contrario del pueblo. Van a comer y echarse, después, un
ratito de siesta en la fuente del Piojo, que tiene un agua clara, muy fresca,
famosa en la comarca.
Texto Camilo José Cela 1: Fragmento de La colmena
Doña Rosa va y viene por entre las mesas del
café, tropezando a los clientes con su tremendo trasero. Doña Rosa dice con
frecuencia "leñe" y "nos ha merengao". Para doña Rosa, el
mundo es un Café, y alrededor de su Café, todo lo demás. Hay quien dice que a
doña Rosa le brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas
empiezan a andar de manga corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña
Rosa no hubiera soltado jamás un buen amadeo de plata por nada de este mundo.
Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le gusta es arrastrar sus
arrobas, sin más ni más, por entre las mesas... Doña Rosa tiene la cara llena
de manchas, parece que está siempre mudando la piel como un lagarto. Cuando
está pensativa, se distrae y se saca virutas de la cara, largas a veces como
tiras de serpentinas. Después vuelve a la realidad y se pasea otra vez, para
arriba y para abajo, sonriendo a los clientes, a los que odia en el fondo, con
sus dientecillos renegridos, llenos de basura.
Texto García Márquez 1: Cien años de Soledad
Cien años de soledad nos cuenta la historia de la familia Buendía a lo largo de siete
generaciones en la aldea ficticia de Macondo. Uno de los fragmentos más
conocidos se encuentra al principio de la novela:
«Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava
construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban
por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos
prehistóricos».
Texto García Márquez 2: Crónica de una muerte anunciada
Crónica de una muerte anunciada se basa en hechos reales de los que el propio autor
fue testigo. Tan solo modificó los nombres, los escenarios y le dio el toque de
ficción. El principio de la novela es muy conocido:
«El día en que lo
iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para
esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un
bosque de higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue
feliz en el sueño, pero al despertar se sintió por completo salpicado de
cagada de pájaros».
Texto Gabriela Mistral: «El ángel guardián»
El ángel
guardián
hay un Ángel Guardián
que te toma y te lleva como el viento
y con los niños va por donde van.
Tiene cabellos suaves
que van en la venteada,
ojos dulces y graves
que te sosiegan con una mirada
y matan miedos dando claridad.
(No es un cuento, es verdad.)
Él tiene cuerpo, manos y pies de alas
y las seis alas vuelan o resbalan,
las seis te llevan de su aire batido
y lo mismo te llevan de dormido.
Hace más dulce la pulpa madura
que entre tus labios golosos estrujas;
rompe a la nuez su taimada envoltura
y es quien te libra de gnomos y brujas.
Es quien te ayuda a que cortes las rosas,
que están sentadas en trampas de espinas,
el que te pasa las aguas mañosas
y el que te sube las cuestas más pinas.
Y aunque camine contigo apareado,
como la guinda y la guinda bermeja,
cuando su seña te pone el pecado
recoge tu alma y el cuerpo te deja.
Es verdad, no es un cuento:
hay un Ángel Guardián
que te toma y te lleva como el viento
y con los niños va por donde van.
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