«Muchos años después,
frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de
recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.
Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava
construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban
por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos
prehistóricos».
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