La carreta llega al pueblo rodando un paso
hoy y otro mañana. En el apeadero, donde se encuentran la calle y el camino,
está la primera tienda. Sus dueños son viejos, tienen güegüecho , han visto
espantos, andarines y aparecidos, cuentan milagros y cierran la puerta cuando
pasan los húngaros: esos que roban niños, comen caballo, hablan con el diablo y
huyen de Dios. La calle se hunde como la hoja de una espada quebrada en el puño
de la plaza. La plaza no es grande. La estrecha el marco de sus portales
viejos, muy nobles y muy viejos. Las familias principales viven en ella y en
las calles contiguas, tienen amistad con el obispo y el alcalde y no se
relacionan con los artesanos, salvo, el día del apóstol Santiago, cuando, por
sabido se calla, las señoritas sirven el chocolate de los pobres en el Palacio
Episcopal.
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